lunes, 26 de mayo de 2014

SER PARTE DE UNA COMUNIDAD

Publicado en MIRADAS, PÁGINA SIETE. domingo 18 de mayo de 2014


La primera vez que escribí en este espacio lo hice sobre mi visita a  San Pedro de Buena Vista en el Norte de Potosí, la segunda sobre Atenas, Grecia, y ahora sobre un lugar tan distinto y tan igual a Grecia, pero nuestro, Tiwanaku  y sus comunidades, lugares a los que vayamos tienen su propia energía y riqueza, haciéndonos sentir de una u otra manera, identificándonos o no, de acuerdo a nuestras propias percepciones y asociaciones.

Esta vez quiero relatar y reflexionar sobre los varios viajes que realicé a Tiwanaku con motivo de la investigación para mi tesis.

Como dije antes, siempre sentí una fuerte atracción por los aymaras, por el cariño que recibí de ellos siendo niña.  Así, por los años 80 cuando se empezaba a hablar de la celebración del Año Nuevo Aymara, sobre todo en Radio Color FM,  había algo que me atraía, no sabía bien qué iba a encontrar, pero como sea quería ir. Quería saber cuál era la motivación, quién lo organizaba, quiénes asistían, etc., en síntesis ser parte de aquello tan nuevo y sugerente. En esos años ni siquiera pensaba en hacer una tesis.

En este artículo no quiero reiterar lo que ya está publicado en el libro Suma Chuymampi Sarnaqaña, que es el producto de la investigación, sino rememorar mis vivencias y sensaciones, mi aprendizaje y aprehensión de la comunidad, del tiempo y del espacio, de las interrelaciones con los tiwanaqueños, de mi sensación de estar en otra dimensión por la expansión de conciencia que produce el estar en el campo y sea cierto o no, respirar esa energía que real o subjetiva nos hace sentir grandes, pertenecientes a algo o a alguien, y/o como parte de una historia en común cuando se comparte un ritual.

Se tomaba el colectivo del cementerio (no habían minibuses) y la mayoría íbamos parados pero precisamente ahí estaba el encanto, compartir con la gente que iba a sus comunidades. La primera vez significó un acto momentáneo de liberación (salir de mi casa) para participar, percibir y empaparme de la ceremonia que acabó siendo una parte trascendental en mi vida puesto que al final, la celebración del Año Nuevo Aymara se convirtió en un medio para compartir con los comunarios.

La primera vez sólo participé como el resto de la gente, observaba y pensaba que no podía ir más allá porque tenía que atender a mi familia, y sentía una especie de tristeza de lo que hubiera podido hacer. Sin embargo, poco después se me presentó una beca trabajo de una institución que precisamente tendría un encuentro entre los amawt´as (celebrantes) de Tiwanaku y los paqus (celebrantes) de las islas de Taquile y Amantaní del Perú. En esa ocasión, después de compartir, gozar y registrar la diversidad de rituales,  cuando volvíamos a La Paz me asomé tímidamente a preguntarles si sería posible participar y hacer mi trabajo con ellos, y de pronto me sentí aceptada.

Fue un proceso del que me empapé de a poco, como una comunaria más sólo que con ropa de ciudad. En las reuniones me sentía agradecida y admirada de cómo confiaron en mí y me dejaron escuchar y vivir todos sus conflictos. Yo sentía gran emoción como investigadora y un sentimiento por la vida en comunidad, indescriptible.

Parecerá machista mi posición, pues no quiero ir en desmedro de las comunarias, pero en ese momento el sentirme como la única mujer escuchando y viviendo todo aquello fue un hito fundamental en la construcción progresiva de mi autoestima: ya no era más sólo la estudiante y la ama de casa, fue mi primera sensación de empoderamiento, pues este “era un tema de hombres”, incluso me pusieron un poncho y un lluchu. Entonces no era sólo un viaje a Tiwanaku sino un viaje por la vida que me hacía sentir en el siguiente nivel, como en los jueguitos.

Recuerdo que me nombraron madrina de una lata de alcohol caimán y que llegué a la comunidad de Wancollo en motocicleta agarrada a un comunario, o cuando me pidieron que llevara sándwiches, todo sea por la vivencia y la investigación, y esa vez que llegué muy resfriada y me alojaron en el hospital naturista de Wankollo, curándome a punta de mates. Yo escuchaba como hablaban y bebían afuera pero yo no tenía ningún temor y si era así lo disipaba subyugada y sublimada por el momento vivido.

Me dirán que soy idealista pero esa fue mi vivencia, llena de mutuo respeto y con la mayoría de ellos hombres, con quienes casi no nos entendíamos, los más viejitos, pero nos sonreíamos, bebíamos, akullikábamos, y nos sentíamos hermanos, pues ellos me trataban de “hermana”. O aquella vez que hice la caminata con el Consejo de amawt´as a las 4:00 desde Wankollo hasta las ruinas, bebiendo alcohol, akullicando y cantando, con mi grabadora al cuello.

Era otra, mi espíritu era otro, en ese momento nada me faltaba, el tiempo se detenía y sólo existíamos la comunidad y yo, todo era aparente pero en el fondo éramos lo mismo, nos reíamos de nuestras aparentes diferencias como decía don Policarpio, amawt´a del Consejo.

Cuando volví a la ciudad ya no era lo mismo, era una sensación de reducción de conciencia y de volver a la prisión de la ciudad y del hogar, de la diferencia de clases y de culturas. En el campo al recorrer muchas veces sola largas distancias me sentía camino al infinito para llegar y ser bien recibida. Cuando volvía mis dos hijas también me recibían bien pero me decían “hueles a lana de oveja y no me querían besar”, pero yo me sentía feliz.

En esta ocasión fue Tiwanaku pero podría haber sido cualquier otra comunidad, pero eso: la  vida comunal y el sentirme empoderada me cambiaron para siempre. Ustedes dirán y ¿por qué no se va a vivir a la comunidad? La estoy pensando pero obvio, soy mestiza, fundamentalmente en lo simbólico, y así como disfruto de una kispiña en un apthapi, también disfruto de un pollo Copacabana. Ese es el tejido interidentitario e intercultural, a veces contradictorio que late en todo ser humano.